Pasar un rato en contacto con la naturaleza suele conseguir que el ritmo productivo, que a veces me asalta en el día a día, se serene y pueda disfrutar relajadamente de la simple sensación de estar. Sin embargo, cuando después tengo que coger la furgo o un autobús para volver a casa, siento como si parte de esa conexión que había logrado s
Es cierto que ciertos entornos naturales no tienen precisamente un acceso fácil y para ir a ellos no me queda otra que ir en coche pero esto hace que, al final, acabe sintiendo la naturaleza como algo que no pertenece a mi vida diaria, ni a mi misma.
Por eso, unos de los planes que más me gustan es salir a descubrir los rincones naturales que se esconden en nuestra ciudad, como proponen Jo Schofield y Fiona Danks en su libro La Ciudad Silvestre .
Reconozco que no siempre es fácil y que dependiendo de la ciudad tendremos al alcance unos recursos diferentes. Pero el caso es que la rutina hace que bastante a menudo olvidemos algunos de estos grandes recursos que tenemos al alcance de la mano.
Eso es lo que nos ha pasadoo con El Bosque Comestible de Avilés. La idea surgió con «el objetivo de habilitar un espacio verde en el centro de Avilés para acercar a la comunidad avilesina la importancia y posibilidades de la plantación de árboles y plantas perennes en espacio público y despertar una conciencia y responsabilidad colectiva hacia el entorno urbano.» Y ahí, cada primer sábado de mes, hay un encuentro abierto a toda persona que quiera acercarse a participar.
Conocimos el proyecto hace un par de años, cuando nos vinimos a vivir aquí. Al principio íbamos más a menudo ya fuera a participar en los encuentros mensuales o a pasar una tarde cualquiera y llevar nuestros residuos al compostero. Después, entre cambios de horarios y rutinas hacía ya tiempo que no pasábamos por allí. Así que en marzo decidimos acercarnos al encuentro mensual, dedicado a plantar árboles autóctonos.
El ritmo de Gabriela esa mañana no era muy rápido (más teniendo en cuenta que estaba aquí su abuela de visita) pero decidimos que queríamos ir, aunque llegáramos tarde. Más tarde incluso que la supuesta hora de fin del encuentro.
Cuando llegamos, 2 horas después de la convocatoria, vimos que todavía había dos grupos de trabajo, cada uno plantando un árbol. Fuimos ubicándonos, hablando con la gente y bajo las indicaciones de Adrian nos pusimos a plantar un arbusto de bayas de Goji. Yo iba cavando el hoyo y mi peque y su abuela iban sacando la tierra suelta. Plantar el arbusto juntas, cada una a su ritmo, fue una perfecta manera de conectar entre las tres y empezar el sábado con otra energía y las manos llenas de barro.
Gabriela, dentro de su disfraz semiacabado de león, estaba totalmente entregada a su misión, sacando tierra, volviendo a ponerla, cogiendo y observando lombrices…
Una vez plantado el arbusto fuimos a dar una pequeña vuelta por el bosque comestible, que había cambiado mucho desde la última vez que habíamos ido. Visitamos la huerta, el compostero, los árboles frutales que hay por todo el terreno y llegamos a la zona de las plantas aromáticas, donde disfrutamos de una mezcla de intensos olores.
Ojalá cada vez existan más proyectos como éste, que vayan devolviendo poco a poco, la naturaleza a las ciudades.