El lunes nevó, y he de decir que fue un momentazo. Ver nevar y contemplar cómo las calles se cubren de blanco es una sensación y una visión muy especial, sobre todo cuando es algo tan poco frecuente.
Salir a la calle era obligatorio, y no por obligación, sino porque ¡había que salir a sentirlo y a vivirlo! A pisar la nieve, a tocarla, a notar cómo caían los copos sore tu cabeza. En la calle había gente, en un ambiente también muy distinto al rutinario. Había más risas, más ambiente vecinal, más juego.
Y sin embargo, si lo miras con distancia, las condiciones no es que fueran muy cómodas, al revés. Al rato, la nieve se estaba empezando a fundir porque a ratos llovía, y las aceras se estaban conviertiendo en charcos-trampa. Caminar era bastante dificultoso y había algún que otro resbalón. Hacía bastante frío y el 80% del personal tenía los pies mojados al no tener vestuario adecuado. Pero no importaba, porque que estuviera nevando estaba siendo algo tan extraordinario, que había que aprovecharlo y hacia que todas esas pegas quedaran en segundo plano. Es bonito eso, ¿no?
Y a mi en los días de lluvia, me viene la siguiente pregunta: ¿por que no los vivimos con la misma ilusión? ¿porque esos días tienen que verse como algo fastidioso? A mi me encantaría que fuesen mirados de la misma forma que los días de nieve. Con la lluvia la calle, los campos, todo se transforma. Los espacios cambian y si sabemos adaptarnos podremos ver lo bello que pueden tener. Esa es la mirada que los niños tienen siempre, que si no les transmitimos lo contrario, lo ven como oportunidades únicas y estraordinarias de juego, sensaciones y experimentación. Se trata de ver la magia en lo cotiano al fin y al cabo.